Saturday, June 7

Cuando lo común deja de doler: Por qué no conmueve la destrucción del Estado


Por: Mariano Quiroga

En la Argentina contemporánea, la demolición sistemática del Estado no genera el escándalo emocional que uno podría esperar. Las universidades públicas desfinanciadas, el desguace del sistema científico-tecnológico, la paralización de organismos estratégicos como el CONICET, el INVAP, la CONAE o ARSAT no movilizan multitudes. No hay luto por el INTA. No hay trending topics por el sistema satelital nacional. La pregunta se impone: ¿Por qué no duele?

Porque no duele lo que no se siente propio. Y en esta era hiperindividualista, lo común se volvió invisible.

Vivimos inmersos en una lógica de subjetividades moldeadas por algoritmos, meritocracia emocional y la necesidad de validación permanente. Lo que no puede mostrarse, no existe. Y lo que no genera likes, no cotiza. Las instituciones que sostienen la soberanía nacional no tienen espacio en el universo simbólico del yo digital: no aparecen en Instagram, no emocionan en TikTok, no protagonizan ninguna narrativa personal.

Esto no es un juicio moral. Es una constatación política.

Las respuestas más contundentes al ajuste de Javier Milei no se dieron por la pérdida de soberanía tecnológica ni por la destrucción de empresas estatales de vanguardia. Se dieron cuando la motosierra tocó lo íntimo:

  • Las Jubilaciones
  • La universidad publica y gratuita
  • Los derechso de las disidencias

Es que en la subjetividad contemporánea, lo estructural no conmueve si no se vuelve vivencia. La patria no se siente si no se encarna en el cuerpo.

Este es el verdadero triunfo cultural del neoliberalismo. El neoliberalismo no solo reforma el Estado: reforma el alma. Convierte a las personas en empresas de sí mismas, orientadas al rendimiento, la competencia y la autosuperación constante. En ese marco, el Estado aparece como un obstáculo. Pedir ayuda es vergonzoso. Recibir derechos es una debilidad. Lo valioso es “ganárselo solo”.

Y la derecha lo comprendió mejor que nadie. No se impuso por su capacidad técnica ni por la solidez de sus propuestas. Se impuso porque supo leer la emocionalidad de época. Milei no construyó hegemonía con planillas de Excel, sino con frustración canalizada. Su narrativa es simple y brutal: “Te cagaron toda la vida. Ahora es tu turno de romper todo”. Eso conecta. No porque sea justo, sino porque emociona. Porque le habla a un deseo de revancha, de dignidad herida, de orgullo ofendido.

Mientras tanto, del otro lado, el progresismo insiste en hablarle a una Argentina que ya no existe. Le habla a un pueblo organizado, con conciencia de clase, con orgullo nacional, con memoria histórica. Pero ese sujeto político se ha deshilachado. Y las palabras ya no alcanzan.

En ese marco, las instituciones públicas aparecen como fantasmas grises. El INTA no emociona. El CONICET no da likes. ARSAT no aparece en los reels. El INVAP no protagoniza hilos virales. Y sin emocionalidad, no hay defensa posible.

Todo esto tiene consecuencias concretas. Si no sentimos como propio lo que es de todos, otros lo convierten en mercancía. Nos venden lo que ya era nuestro, pero con intereses y sin soberanía. Por eso, el vaciamiento del Estado no se vive como pérdida. Se vive como parte de un nuevo sentido común.

El neoliberalismo no arrasa con tanques. Arrasa con signos. Destruye instituciones con una sonrisa, mientras parece que te deja elegir. Te deja mostrarte libre mientras te despoja.

Por eso, antes de hablar de patria, hay que volver a construir deseo por lo común. Volver a hacer que duela. Volver a hacer que emocione.

Para que una institución sea defendida, primero debe ser sentida. Y eso solo ocurre cuando hay una narrativa capaz de conectar su existencia con la vida diaria de las personas. Hoy, esa ligazón está rota. Y para recomponerla, no alcanza con explicar qué hace cada organismo: hay que traducirlo emocionalmente.

El INVAP no es “una empresa estatal que hace reactores”. Es la razón por la cual Argentina puede tratar el cáncer con tecnología propia, sin depender de laboratorios extranjeros. Es la posibilidad de que un niño en Formosa reciba radioterapia sin esperar meses.

El INTA no es “un ente que estudia el agro”. Es quien protege la biodiversidad que garantiza que tengamos tomates, trigo o agua potable. Es quien trabaja con pequeños productores para que no desaparezcan frente a los agronegocios.

El CONICET no es “una caja de militantes”. Es el organismo que desarrolló kits de diagnóstico de COVID-19 en plena pandemia, reduciendo costos y tiempos. Es el que investiga vacunas, anticonceptivos, inteligencia artificial, energías renovables.

El ARSAT no es “una empresa k”. Es la que garantiza conectividad en más de 1.300 pueblos, escuelas y hospitales. Es lo que permite que una escuela rural tenga internet, o que un centro de salud en el monte pueda enviar una ecografía.

Todo eso tiene que ver con vos. Aunque no lo subas a Instagram.

Pero estos ejemplos, por sólos, no bastan. Necesitamos cambiar la forma de narrarlos.

Según un estudio del CONICET de 2023, menos del 12% de la población puede mencionar una función concreta del INVAP, y sólo el 18% sabe qué es la CONAE. Sin embargo, más del 80% afirma que “la ciencia es importante para el desarrollo del país”. Existe una brecha entre la valoración simbólica y el conocimiento real.

Esa brecha es campo fértil para la desinformación. Cuando no se entiende para qué sirve algo, es fácil destruirlo. Cuando nadie conoce a una becaria del CONICET, es sencillo decir que son “ñoquis”. Cuando nadie vio un satélite de ARSAT, es creíble que sea un curro.

La derecha no comete ese error. Sus referentes son virales, sus slogans simples, sus propuestas visuales. Saben cómo convertir una idea en imagen, una bronca en voto, un tuit en sentido común. Ahí radica su poder: en la comunicación emocional.

Por eso, necesitamos nuevas formas de contar lo público. Contarlo con historias, con rostros, con emociones. Que no sea el funcionario quien explique el presupuesto de ciencia, sino la paciente que recibió tratamiento gracias a esa investigación. Que no sea el decreto lo que se viralice, sino la historia del pibe del conurbano que es primera generación de universitarios.

Esa es la nueva pedagogía de la patria. Una patria concreta, situada, deseante. Una patria que emociona, no por solemnidad sino por cercanía.

La patria es que tu vieja tenga medicamentos. La patria es que puedas estudiar aunque no tengas un mango. La patria es que el conocimiento no dependa del mercado. La patria es que no te dejen afuera por haber nacido en determinado barrio.

No se trata de defender el Estado por nostalgia. Se trata de recuperar la idea de que hay cosas que no se compran, porque ya son nuestras. Se trata de volver a sentir como propias las instituciones que garantizan derechos. De volver a hacer visible lo común.

Porque si no reconstruimos esa emocionalidad, no hay mayoría posible. Y sin mayoría, no hay soberanía que aguante.

Como dice la científica Dora Barrancos: “Sin ciencia no hay patria”. Pero para que esa frase no sea sólo un lema, primero tiene que doler perderla. Y para que duela, primero tiene que volver a emocionar.

Ese es el desafío: volver a sentir como propio lo que hoy nos parece ajeno. Porque sólo se defiende lo que se ama. Y sólo se ama lo que se siente. Este domingo la seguimos en nuestro canal de Streaming  https://youtube.com/@productoramultiviral?si=IBvOSnvjHzwMEeO_

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *