
En el mundo digital actual, la información es el nuevo petróleo. Empresas, gobiernos y usuarios generan y almacenan cantidades gigantescas de datos, desde documentos y correos hasta imágenes, videos y registros sensibles. Pero, ¿dónde se guardan esos datos? ¿Quién controla el lugar donde se almacenan y procesan? La respuesta está en la “nube”, un concepto que, aunque parece abstracto, es muy concreto y poderoso.
La “nube” es, básicamente, una red de servidores físicos ubicados en centros de datos alrededor del mundo, donde se almacenan y procesan datos e información. Cuando usamos servicios como Gmail, Dropbox, Netflix o incluso las aplicaciones de mensajería, nuestros datos viajan hacia esas nubes para ser gestionados y devueltos cuando los necesitamos. Pero, en la mayoría de los casos, esas nubes no son propiedad de quienes usan los servicios, sino de gigantes tecnológicos como Amazon (AWS), Google (Google Cloud), Microsoft (Azure) y otros.
Entonces, ¿qué significa tener una nube propia? Simplemente, que una organización, empresa o país posee y administra su propia infraestructura tecnológica: sus propios servidores, centros de datos, redes y sistemas. En lugar de depender de servicios externos o extranjeros, todo se maneja localmente, bajo sus reglas, control y supervisión directa.
Esta idea puede parecer un tecnicismo, pero es fundamental para la soberanía tecnológica —un concepto que está ganando relevancia en gobiernos y sectores privados alrededor del mundo.
Controlar nuestros datos: la base de la soberanía
Cuando los datos viajan y se almacenan en nubes de terceros, pierden parte del control sobre qué se hace con esa información. Los proveedores de la nube, por las leyes o acuerdos comerciales que tengan, pueden acceder a esos datos, analizarlos, usarlos para mejorar sus productos o, en el peor de los casos, compartirlos con otros actores. Incluso aunque las empresas aseguren que no usan ni venden datos personales, las posibilidades de filtraciones o espionaje no desaparecen.
Un ejemplo claro fue la polémica en Europa alrededor de Safe Harbor y luego Privacy Shield, acuerdos entre Estados Unidos y la Unión Europea para proteger datos personales. La Corte de Justicia Europea anuló esos acuerdos, justamente porque consideraban que los datos europeos almacenados en empresas estadounidenses podían ser accedidos por agencias de inteligencia sin suficientes garantías. Esto generó una ola de preocupación por dónde y cómo se alojan los datos.
Tener una nube propia significa que los datos nunca salen del país o región. Esto facilita mantener la privacidad y evita que terceros puedan acceder sin autorización. Para sectores sensibles —como la salud, la banca o la defensa— esta característica no es un lujo, es una necesidad.
Cumplimiento con las leyes y regulaciones locales
Europa es uno de los lugares donde la soberanía tecnológica se toma muy en serio. Con leyes como el Reglamento General de Protección de Datos (GDPR), la Unión Europea estableció normas estrictas para el manejo de datos personales. Entre ellas, destaca el principio de que los datos no pueden salir de Europa sin garantías claras de protección.
Para muchas empresas y gobiernos europeos, depender de nubes extranjeras es un problema porque puede incumplir esas regulaciones o dificultar su cumplimiento. Contar con una nube propia facilita mantener la información bajo el paraguas legal correcto y evita sanciones millonarias que la GDPR ha impuesto a grandes corporaciones que no protegieron adecuadamente los datos.
Seguridad y reducción de riesgos
Cuando una organización utiliza la nube pública (de proveedores externos), sus datos se alojan en servidores compartidos con miles de otros clientes. Esto genera un riesgo inherente: si uno de esos servidores es hackeado, todos los datos en él pueden estar comprometidos.
Tener una nube propia permite diseñar infraestructuras más seguras, segmentadas y controladas, con protocolos específicos adaptados a las necesidades reales de la empresa o institución. Esto reduce los riesgos de ataques, filtraciones o espionaje.
Un dato clave: según el informe anual de seguridad IBM Cost of a Data Breach Report 2023, el costo promedio de una brecha de datos es de 4.45 millones de dólares, y muchas de esas brechas ocurren por configuraciones erróneas o accesos no autorizados en la nube pública. La seguridad propia ayuda a mitigar estos riesgos.
Autonomía tecnológica y desarrollo local
Más allá de la privacidad y la seguridad, la nube propia representa un paso hacia la autonomía tecnológica. Cuando una región depende de servicios de tecnología extranjeros, queda expuesta a cambios en políticas, precios o condiciones que escapan a su control. Además, puede perder la oportunidad de desarrollar sus propias capacidades y talentos en tecnología.
Tener infraestructura propia incentiva la formación de profesionales locales, la creación de empresas de tecnología y el desarrollo de soluciones adaptadas a contextos culturales, sociales y económicos específicos. Esto también fortalece la resiliencia ante posibles conflictos geopolíticos o sanciones comerciales.
Por ejemplo, la Unión Europea ha invertido en proyectos para crear infraestructura de datos europea, buscando reducir su dependencia de Estados Unidos y China en este terreno, y fomentar un mercado digital propio más justo y seguro.
Un ejemplo: Mistral y Defstral
La empresa francesa Mistral es un ejemplo reciente de este enfoque. En un mundo donde los grandes modelos de IA se entrenan en nubes gigantescas de Estados Unidos o China, Mistral desarrolló Defstral, un modelo de inteligencia artificial que puede funcionar directamente en servidores locales sin enviar datos a la nube pública.
Esto no solo protege la privacidad, sino que también reduce costos y la huella energética, y da mayor control a las organizaciones europeas sobre sus datos y tecnologías, alineándose con las normativas del GDPR y la estrategia europea de soberanía digital.
¿Por qué es más importante que nunca?
La creciente digitalización y el avance de tecnologías como la inteligencia artificial hacen que la cantidad de datos generados crezca exponencialmente. Los datos personales, económicos, médicos y estratégicos circulan por Internet y se almacenan en la nube.
Si no controlamos dónde y cómo se alojan, no solo estamos poniendo en riesgo nuestra privacidad, sino también nuestra seguridad nacional, la autonomía de nuestras empresas y la capacidad de decidir sobre nuestro futuro tecnológico.
La soberanía tecnológica no es un capricho ni una cuestión meramente económica, es una garantía para que la transformación digital beneficie a todos y no dependa exclusivamente de grandes actores globales que pueden imponer sus reglas.