
Una lectura emocional y política de la entrevista a Mayra Arena, realizada por Industria Nacional
Por: Mariano Quiroga
Hay cosas que no se rompen de un día para el otro. Una relación, un pacto, una fe, se desgastan de a poco, hasta que un día el otro deja de contestar. No hay gritos, no hay portazos. Solo silencio. Un silencio espeso que el que fue dejado no quiere oír. Y es ahí donde entra la voz de Mayra Arena, áspera y luminosa, diciendo lo que muchos no quieren escuchar: “Lo anterior sigue pensando ‘En cualquier momento volvés conmigo… me vas a llamar borracho a las 3 de la mañana.’ No, no te va a llamar más. Te tiene bloqueado de todos lados.”
En esa metáfora no hay solo ironía. Hay duelo. Porque lo que se rompió no fue una elección: fue un vínculo. Un amor político que se volvió asfixiante, que dejó de hablar en el lenguaje del pueblo, y que no supo leer las nuevas coordenadas de un mundo donde los mapas viejos ya no sirven. Mayra Arena no señala con el dedo; interpela desde adentro. Ella no observa el fenómeno desde una torre de marfil, sino desde las calles donde la gente ya no cree, no espera, no quiere saber más nada.
“El peronismo está como Incel”, dice, y en esa frase hay una radiografía feroz. Habla de un peronismo que no acepta el rechazo, que se burla de quien lo dejó en vez de preguntarse por qué. Que repite promesas rotas y espera ser amado solo por haber existido. Como aquel que cree que por haber sido el primero en llegar, el amor le pertenece para siempre. Pero la realidad es otra. Y el pueblo, como las personas, cuando se cansa, se va. Y no siempre avisa.
El problema, dice Mayra, no es solo que el peronismo fue dejado. El problema es que ni siquiera se dio cuenta. “Si te estás burlando todo el tiempo de un candidato que te ganó… ¿por qué no te das cuenta que te ganó?”, pregunta. Y la pregunta no es electoral. Es existencial. Porque detrás del voto hay algo más profundo: hay una búsqueda. Y esa búsqueda ya no pasa por los canales conocidos. Ya no se deposita en la política una esperanza, sino una exigencia mínima: que no interfieran, que no molesten, que no prometan más de lo que van a cumplir.
El mundo cambió. Las fábricas cerraron, el empleo estable se volvió un privilegio raro y la calle ya no es espacio de juego ni de comunidad. El barrio ya no garantiza pertenencia, la escuela ya no es refugio, y la iglesia, si aparece, lo hace como eco de otra época. Lo que hay hoy es fragmentación, encierro, y una vida que se juega en pantallas que premian la crueldad, no la ternura. “Hay más crueldad en un comentario de TikTok que en las decisiones políticas más miserables”, dice Mayra. Y lo dice con conocimiento de causa. No lo leyó en un informe: lo vio en la cara de los pibes que se crían sin otros, sin la mirada que corrige, sin el compañero que incomoda con su dolor.
Esa crianza sin comunidad genera una subjetividad que ya no responde a lógicas colectivas. El sujeto político de hoy no quiere que lo salven; quiere que lo dejen vivir. No pide grandes transformaciones; pide libertad de movimiento, dignidad de acción, respeto por su decisión. Y cuando no encuentra eso en el viejo amor, busca otra cosa. Aunque sea un “villero en moto”. Aunque le hablen de libertad sin red.
Porque la vida cotidiana se volvió una guerra por lo mínimo: comer, moverse, trabajar algo. Mayra lo dice sin rodeos: “Hay una gran cantidad de jóvenes que están en su casa sin hacer nada y que los padres no saben cómo hacer para que los hijos aunque sea salgan de la casa.” La política no llega ahí. Las promesas de inclusión suenan vacías cuando lo único que se garantiza es la posibilidad de vender algo por Internet o hacer una changa sin derechos. Lo que hay, lo que queda, es el rebusque.
En ese contexto, hablar de justicia social sin entender el presente es como invitar a bailar a alguien que ya se fue de la fiesta. No es que no quiera bailar: es que no está ahí. “El peronismo dejó de parecerse a la argentinidad”, dice Mayra. Y eso, más que una crítica, es un lamento. Porque durante décadas, ser peronista y ser argentino era casi lo mismo. Hoy ya no. Y no porque el pueblo haya cambiado de valores, sino porque la política dejó de mirar.
La voz de Mayra no promete milagros. No hay en su decir una nostalgia paralizante, ni la épica inflada del que cree que el pueblo siempre vuelve. Lo que hay es otra cosa, más frágil pero también más sincera: una convicción por lo que aún puede nacer. “Queda todo por construir”, dice, y no suena a consigna. Suena a urgencia.
Y en ese mapa nuevo, hay una palabra que aparece una y otra vez: soledad. No como estado sentimental, sino como condición estructural. Mayra lo dice claro: “En todos los casos el factor común a la caída en la marginalidad es la soledad.” No hay redes. No hay tejidos. Las familias se achican, se rompen, se aíslan. Las comunidades se repliegan detrás de las puertas. Las veredas, que antes eran territorio común, hoy son zonas de riesgo. La calle la toman “ellos”, dice, refiriéndose al narco, a los violentos, a los que quedaron afuera del afuera. Y el resto, se encierra.
Y mientras tanto, la política tradicional sigue repitiendo consignas que nadie escucha. Mayra lo plantea sin vueltas: “No hay una política para el trabajador por su cuenta… y ese trabajador es el protagonista de este siglo.” Ya no hay una clase obrera como la de antes. Hay gente que vende comida por Instagram, que hace changas, que intenta facturar aunque sea una vez por mes para que lo vean como ciudadano. Gente que trabaja sin patrón, sin seguro, sin salario. Pero trabaja. Y no encuentra quien le hable.
Ese silencio es peligroso. Porque donde la política no llega, llegan otras lógicas: las del castigo, las del miedo, las del desprecio. “Si no pensamos algo intermedio, vamos a vivir en una fantasía de que no pasa nada”, advierte Mayra. El Estado, cuando aparece, lo hace tarde o mal. Y cuando no aparece, el mensaje es claro: estás solo.
Y sin embargo, en ese escenario adverso, Mayra encuentra señales. No para ilusionarse sin razones, sino para reafirmar una ética: “No tenemos derecho a darnos por vencidos.” Y lo dice después de haber señalado todas las fallas. Después de haber dicho que la bronca es real. Que el otro no está equivocado por elegir distinto. Que no hay que burlarse del que vota lo que uno no votaría. Que no se construye comunidad desde el desprecio.
Lo que propone no es volver a lo de antes. Es otra cosa. Es entender en qué cuestiones la gente pide libertad, y en cuáles espera protección. Es animarse a no reaccionar todo el tiempo. A construir un centro nuevo, un sentido nuevo. Uno donde las palabras no suenen viejas, donde la dignidad no sea una bandera marchita, sino una experiencia posible.
Porque hay algo que no cambió: sigue habiendo hambre. Hambre de pan, sí, pero también de respeto, de mirada, de sentido. Y ese hambre no se sacia con promesas ni con números. Se sacia con cercanía. Con presencia. Con verdad.
Y ahí, tal vez, vuelva a nacer el nosotros.