
Por: Mariano Quiroga
En este mundo donde todo parece conectado, menos las personas. Donde las pantallas gobiernan las horas, el algoritmo decide qué vemos, a quién seguimos y cuándo sentimos. Donde las plataformas no venden productos sino que venden tiempo, atención y deseo. Donde el capitalismo ya no tiene fábricas, sino servidores que ya no explota cuerpos, sino datos. En este mundo que mide el alma en clics y la transforma en perfil, en donde un sistema feudal vuelve a instalarse: no con castillos, sino con nubes digitales. Donde los nuevos señores no usan coronas, sino logotipos. En medio de esta niebla de consumo y simulacro, hubo un hombre que se atrevió a hablar de otra cosa.
Se llamó Francisco, aunque nació Jorge. Fue el primer Papa del sur del mundo. Se sentó en la silla de Pedro, pero eligió no vivir en el palacio. Caminó por los pasillos del Vaticano como si fueran las calles de Flores. No buscó el poder, lo desarmó. Fue una grieta en la cúpula, una espina en la comodidad de Roma.
No hablaba como los otros. No recitaba fórmulas ni se escudaba en el latín. Usaba palabras simples, como pan, como abrazo. Decía que esta economía mata, y que el descarte no es sólo una metáfora: es el nuevo pecado del mundo. Llamó a la pobreza por su nombre y a los poderosos por el suyo. Dijo que el mercado, cuando no se regula, devora al ser humano. Que no es posible bendecir el capital sin mirar a los que caen por su causa. Por eso lo llamaron populista, comunista, ingenuo. Pero él no hablaba para los banqueros ni para los algoritmos. Hablaba para los nadies.
Mientras el mundo digitaliza el trabajo, terceriza los vínculos, transforma cada necesidad en oportunidad de negocio, él predicó con el cuerpo. Visitó cárceles, lavó los pies de presos, abrazó a los migrantes que Europa expulsa. No consultaba tendencias: escuchaba el silencio de los que no tienen voz.
Hoy la humanidad se arrodilla frente a plataformas que todo lo ven y todo lo monetizan. Las grandes tecnológicas distribuyen sentido y capturan subjetividades. Ya no se teme al diablo: se teme al desempleo, al pixel roto, al algoritmo que castiga. El mundo entero trabaja para un puñado de empresas que no conocen fronteras ni sindicatos. Y mientras eso ocurre, Francisco —con su fe vieja y su ternura antigua— apuntó su mirada a esa nueva forma de esclavitud.
Denunció que la inteligencia artificial, sin corazón, solo profundiza la desigualdad. Dijo que la tecnología no es neutral, y que el progreso sin ética no libera, sino que somete. “Los algoritmos nos leen pero no nos conocen”, advirtió. “Y el poder absoluto no es humano, ni divino: es monstruoso”. En plena hipermodernidad, donde todo es eficiencia, su voz se volvió un obstáculo. Porque no vendía nada, ni prometía productividad. Solo hablaba de la dignidad humana. Y eso, hoy, vale menos que un click.
Mientras los influencers construyen imperios sobre selfies y los políticos gobiernan con hashtags, él pidió otra cosa: fraternidad. Un concepto viejo, casi olvidado. Dijo que sin ella no hay democracia verdadera, ni libertad posible. “El otro no es un competidor, es un hermano.” En una época que celebra la competencia y el éxito personal, esa frase fue dinamita.
Cuando publicó Fratelli Tutti, no fue trending topic. Pero fue una declaración de guerra a la lógica del descarte. Allí escribió que el sistema financiero no puede ser el nuevo templo, y que los pobres no deben ser vistos como fallos del sistema, sino como víctimas de su diseño. Cuando publicó Laudato si’, denunció que la Tierra grita. Que el extractivismo es un pecado estructural. Que ningún crecimiento vale una selva arrasada.
No buscó santidad, sino humanidad. No fue un mártir, pero sí un testigo incómodo. Caminó entre obispos vestidos de gala como quien busca una grieta para sembrar mostaza. Se ganó enemigos dentro y fuera. En Roma lo miraban de reojo. En Wall Street, con desprecio. Pero él siguió hablando de lo mismo: de los olvidados, de la ternura, del pan.
Nunca quiso adaptar la Iglesia al mundo digital. Quiso que la Iglesia volviera a tocar la vida. Que no fuera una empresa de espiritualidad, sino una comunidad abierta. Dijo: “Prefiero una Iglesia herida por salir, que enferma por encerrarse”. Y con esa frase derrumbó siglos de encierro.
Hoy, mientras las redes nos prometen conexión, la soledad se convierte en epidemia. Las emociones se alquilan, la tristeza se edita, el amor se programa. Pero Francisco, ese viejo porteño con alma de cura de barrio, dejó un legado: la certeza de que nada humano puede ser reemplazado.
Recordaba los olores. Contaba que su madre le enseñó el Evangelio cocinando. Decía que ningún algoritmo recordaría jamás el sabor de esas empanadas. Y por eso insistía en que la memoria es resistencia. Que el olvido es parte del plan.
Murió sin vencer al sistema. Pero plantó dudas. En un mundo que quiere certezas inmediatas, dejó preguntas eternas. ¿Qué vale una vida sin vínculos? ¿Qué sentido tiene la fe sin justicia? ¿Qué futuro es posible si todo se mide en utilidad?
Hoy, cuando el metaverso promete mundos perfectos y las corporaciones colonizan hasta el sueño, su voz persiste como un eco. Tal vez no logro cambiar el curso de los servidores, pero sí el de las conciencias.
Porque fue un Papa raro. No buscó aplausos ni multitudes. Buscó al último de la fila. Al que ya nadie nombra. Al que el sistema considera error. Y allí, en ese margen, escribió su evangelio. No con letras de oro, sino con polvo de calle.