
Por: Alejandra Romero
En el confín austral de América del Sur, donde el viento corta la piel y las nubes nunca se quedan quietas, Tierra del Fuego vuelve a ser frontera. Pero no de mapas. Es frontera de sentidos. Ahí donde termina el continente, hoy empieza una disputa que tiene menos que ver con televisores y celulares, y más con una pregunta incómoda: ¿qué lugar ocupa Argentina —y con ella el Sur Global— en la economía que viene? ¿Somos un país que todavía quiere producir o solo uno que acepta su lugar en la fila para consumir?
La decisión del gobierno argentino de eliminar los aranceles a los productos electrónicos importados, consagrada en el Decreto 333/2025, fue el chispazo que encendió la mecha. En nombre de “abaratar el costo argentino”, se desarmó de golpe el andamiaje sobre el que se sostenía la economía fueguina. Allí donde antes había fábricas encendidas y sindicatos en guardia, hoy hay paro, silencio y una incertidumbre que huele a desmantelamiento.
No es solo una crisis local. Es una condensación de tensiones globales. En un mundo que se rearma tecnológicamente, donde Estados Unidos, China y Europa subsidian como nunca sus industrias estratégicas, Argentina optó por abrir sus puertas sin pedir nada a cambio. Mientras el Norte protege, el Sur se desprotege. Mientras otros planifican su soberanía digital, aquí se la abandona como si fuera un lujo. Pero no lo es.
La historia del régimen industrial fueguino no empezó con celulares ni televisores, sino con una decisión de Estado. La Ley 19.640, sancionada en 1972, buscó algo más que beneficios fiscales: quiso habitar un territorio inhóspito, proyectar soberanía en una zona geopolíticamente caliente, generar empleo donde antes solo había viento. Se le ofreció al capital privado un trato: vengan a producir aquí, y el Estado los va a acompañar.
Y vinieron. Samsung, Mirgor, Newsan, Radio Victoria. Las cifras no fueron astronómicas, pero sí concretas: más de 8.500 empleos directos, una población que pasó de 13.500 a más de 190.000 personas, y una excepción productiva en un país que durante décadas vio apagarse su músculo industrial. La crítica siempre estuvo: “solo ensamblan”, “no hay innovación”. Pero incluso así, en la Tierra del Fuego se sostenía un eslabón —pequeño pero real— en la cadena de valor global.
Hoy ese eslabón está en riesgo. La apertura unilateral no ofrece alternativa ni plan de reconversión. No hay política industrial, hay una promesa de precios más bajos. Pero lo barato sale caro cuando se pierde la capacidad de producir.
En este momento, Estados Unidos aplica la CHIPS and Science Act, con más de 50 mil millones de dólares para relocalizar fábricas de semiconductores y garantizar que ningún chip crítico se fabrique sin su supervisión. China invierte 25 mil millones al año solo en su industria tecnológica, y limita exportaciones clave como el galio o el germanio. Europa busca que el 20% de los semiconductores globales se hagan dentro de su territorio antes de 2030. No lo llaman proteccionismo: lo llaman resiliencia.
En cambio, Argentina baja los brazos. No en nombre de la eficiencia, sino de una lógica que confunde abrirse con modernizarse. Como si desarmar lo poco que se tiene fuera el primer paso para progresar. Pero el desarrollo no llega por arte de magia. Se construye, se disputa, se defiende.
En este nuevo tablero, las cadenas de valor ya no se organizan solo por costo. La eficiencia importa menos que la geopolítica. Se forman bloques, se protegen tecnologías, se trazan líneas. En ese mundo, Tierra del Fuego parece un anacronismo… o una advertencia.
La renuncia a producir no es un problema de balance comercial. Es una cesión de soberanía en términos concretos. El país que no diseña, no fabrica ni ensambla, no participa. Solo compra. Y quien solo compra, no decide. Es consumidor de lo que otros inventan, rehén de decisiones ajenas.
El relato de la apertura como sinónimo de libertad es atractivo, pero engañoso. No hay libertad sin capacidad de transformar materia, de sostener trabajo, de crear sentido propio. En el mundo de la economía digital, la dependencia no es solo de productos, sino de sistemas, de algoritmos, de plataformas. Un país que se limita a importar celulares también está importando modelos de vigilancia, estructuras de datos, decisiones que no se toman en su territorio.
El Sur no solo exporta litio y cobre. También importa software, inteligencia artificial, reglas. Si no se da la pelea por participar en esa construcción, queda reducido al papel de proveedor pasivo y consumidor obediente. La vieja dependencia industrial se transforma en una nueva subordinación digital.
Lo que ocurre hoy en Ushuaia, en Río Grande, en los portones cerrados de las fábricas, no es un problema fueguino. Es una señal. Lo que está en juego no es solo el empleo de miles de familias —que también— sino el derecho a existir como sujetos productivos. Porque un país que no produce, no solo se empobrece: se vuelve irrelevante.
Los trabajadores que paran, los sindicatos que marchan, los intendentes que reclaman no están pidiendo limosna. Están exigiendo una discusión sobre el modelo de país. Porque el trabajo no es un costo a recortar, sino una forma de pertenecer. Porque cada línea de ensamblaje que se apaga es una voz menos en la mesa donde se decide el futuro.
El régimen fueguino no era perfecto. Tenía límites, cuellos de botella, dependencia de partes importadas. Pero era un punto de partida. Una plataforma. Y, sobre todo, un símbolo. En un país que ha visto desindustrializarse su corazón productivo, mantener un polo activo en el sur más sur era un acto de afirmación.
Desarmar sin plan, abrir sin reciprocidad, desmontar sin alternativas: esa no es política industrial, es abandono. La promesa de que todo será más accesible es, en realidad, un atajo que conduce a una trampa: precios más bajos a cambio de empleos que no volverán, de saberes que se perderán, de capacidades que se oxidarán.
Tierra del Fuego no puede ni debe ser el chivo expiatorio de un ajuste fiscal que no se atreve a nombrarse. El país necesita repensar su matriz productiva, sí. Pero eso implica más Estado, más planificación, más coraje para defender lo que otros no ven: que producir no es un privilegio, es un derecho. Y que ningún desarrollo real puede construirse sobre el vacío de la desindustrialización.
Allá donde el viento siempre sopla, en el límite donde termina el continente y empieza el hielo, la historia no ha terminado. Tierra del Fuego resiste. No por nostalgia, sino por una convicción: el futuro no se importa, se construye. Y construir requiere manos, máquinas, ideas… pero sobre todo, voluntad.
Porque hay algo profundamente político en seguir produciendo donde otros deciden rendirse. Porque el derecho a producir es, también, el derecho a decidir. A imaginar otro destino que no sea el de simple consumidor en un mundo hecho por otros. Y porque, como dice la consigna que retumba en las calles fueguinas: no se defiende solo una fábrica. Se defiende una manera de estar en el mundo.