
En los últimos años, hemos asistido a una revolución tecnológica sin precedentes. Desde criptomonedas hasta inteligencia artificial, pasando por el metaverso y los NFTs, parecería que estamos entrando en una nueva era. Pero cuando se rasca debajo de la superficie, una pregunta comienza a incomodar: ¿esta tecnología está hecha para mejorar nuestras vidas, o simplemente para enriquecer a unos pocos?
La respuesta, según algunos analistas críticos, es clara: gran parte de las innovaciones que hoy dominan titulares y redes sociales están impulsadas por una lógica financiera. No se trata de inventos nacidos para resolver problemas humanos urgentes, sino de estrategias para “hacer plata rápido”. Esta lógica tecnofinanciera se alimenta del dinero barato que circula desde la crisis del 2008, cuando los gobiernos del norte global —especialmente EE.UU.— empezaron a imprimir dinero para reactivar sus economías. Ese capital no fue a parar a hospitales ni fábricas, sino a fondos de inversión que hoy apuestan a inflar burbujas tecnológicas buscando crear “el próximo Google”.
Así nacen fenómenos como el blockchain, que prometía democratizar las finanzas pero se convirtió en terreno fértil para especuladores; los NFTs, vendidos como arte digital único pero que, en realidad, terminaron siendo un juego de engaños donde muchos compraron imágenes sin valor real; o los videojuegos Play to Earn, que durante la pandemia ofrecieron una falsa salida económica a comunidades vulnerables, como ocurrió en Filipinas, para luego estallar en una gran estafa.
El metaverso, impulsado por Meta (antes Facebook), parecía una idea sacada de ciencia ficción: una internet inmersiva donde trabajar, jugar y socializar. Pero detrás del marketing y las promesas futuristas, la propuesta chocó con una realidad incómoda: no existen aún ni la infraestructura, ni el dinero, ni el interés masivo que justifiquen semejante inversión.
La historia de Sam Bankman-Fried y su plataforma FTX, que pasó de ser una de las mayores casas de intercambio de criptomonedas a una implosión financiera con tintes de estafa global, simboliza los excesos de este modelo. Un modelo en el que lo legal y lo ilegal, lo innovador y lo fraudulento, se mezclan con sorprendente facilidad.
Y si hay una figura que encarna esta lógica de forma extrema, es Elon Musk. Visto por muchos como un genio visionario, Musk representa también al empresario que ve al Estado como un estorbo y al mercado como su único dios. Con una mano construye cohetes y autos eléctricos, mientras con la otra dinamita acuerdos laborales, difunde desinformación o manipula mercados desde su cuenta de X (antes Twitter). “Los mismos tipos que están construyendo el arca están creando la inundación”, resume un crítico, poniendo el foco en una paradoja brutal: aquellos que prometen salvarnos del colapso son, muchas veces, quienes lo aceleran.
Ahora la atención está puesta en la inteligencia artificial, presentada como “el plato fuerte” de esta era tecnológica. Pero aquí también cabe preguntarse: ¿a quién beneficia? Más allá de los titulares apocalípticos que hablan de máquinas rebeldes al estilo Terminator, el verdadero peligro a corto plazo es la destrucción de empleos. La IA, al aumentar la productividad, podría concentrar aún más la riqueza en manos de quienes la controlan. A esto se suman otros desafíos: su elevado consumo energético, los sesgos derivados de entrenarla con datos ya procesados por otras IA, y las controversias sobre el uso de obras de artistas humanos sin su consentimiento.
Frente a este panorama, surge un contraste interesante: el modelo tecnológico chino. Allí, el Estado —a través del Partido Comunista— dirige las principales decisiones. Se promueve el intercambio abierto de conocimiento (una especie de Creative Commons estatal), y muchos observadores destacan una movilidad social ascendente que, al menos por ahora, reduce tensiones internas. Aunque este sistema también tiene sus críticas —como la falta de libertades políticas y el riesgo de autoritarismo—, algunos expertos sugieren que, en términos de impacto social real, podría estar funcionando mejor para la población que el modelo de Silicon Valley.
En definitiva, la tecnología no es buena ni mala en sí misma. Todo depende de qué manos la diseñan, con qué objetivos y en qué contexto. Cuando el motor de la innovación es el deseo de enriquecimiento rápido, el resultado suele ser una carrera sin freno hacia un futuro donde pocos ganan y muchos pierden. Una tecnología sin alma, hecha no para construir un mundo mejor, sino para reforzar las desigualdades de siempre. Y eso, quizás, es el algoritmo más peligroso de todos.