
En un mundo donde decir “estoy ocupado” parece ser una medalla de honor, vale la pena detenerse y preguntarnos: ¿cómo llegamos a esto? ¿Cuándo fue que el trabajo dejó de ser una parte de la vida para convertirse en toda la vida?
Un reciente documental de DW pone sobre la mesa preguntas incómodas pero necesarias sobre nuestra relación con el trabajo. No se trata solo de si nos gusta lo que hacemos o si nos pagan lo suficiente, sino de una reflexión mucho más profunda: ¿por qué trabajamos tanto? ¿A quién le sirve realmente esta obsesión por la productividad? ¿Y qué estamos dejando de lado en el camino?
Lo primero que llama la atención es cómo, en muchas sociedades, el trabajo se ha transformado en el eje central de la identidad personal. No es solo un medio para obtener ingresos: es un valor, una virtud, casi una religión moderna. En lugares como Corea del Sur, las jornadas laborales pueden superar fácilmente las 12 o 14 horas. Gente que duerme cinco horas, se va del trabajo de noche, come en el escritorio. Todo en nombre del esfuerzo, del sacrificio, del “éxito”. Para generaciones anteriores, trabajar duro era una fuente de orgullo, una forma de sacar adelante a un país que salía de la pobreza. Y claro, ese sacrificio fue real. Pero hoy, esa lógica sigue funcionando por inercia, como una rueda que no se detiene aunque muchos ya estén agotados.
Esa glorificación del esfuerzo se entrelaza con otro fenómeno moderno: la adicción a estar ocupado. Especialmente en culturas como la estadounidense, estar ocupado es una forma de estatus. Decir “no tengo tiempo” es, en el fondo, una forma de decir “soy importante”. El trabajo dejó de ser solo trabajo para convertirse en performance: hay que demostrar que se trabaja, incluso cuando no hace falta. Se responde correos a la medianoche, se presume de jornadas interminables en redes sociales, se mira con sospecha a quien se toma vacaciones sin culpa. El ocio, en este contexto, se vuelve casi un pecado. Descansar no es solo un lujo: es algo que genera culpa.
Para entender cómo llegamos hasta aquí, el documental se remonta a la ética protestante del trabajo, particularmente al pensamiento calvinista del siglo XVI. En esa visión, trabajar sin descanso no era solo una forma de prosperar económicamente, sino también una manera de ganarse la salvación. El trabajo constante era una forma de calmar la ansiedad espiritual ante la idea de la condena eterna. Aunque muchos ya no creen en el infierno, esa culpa calvinista quedó flotando: si no estás trabajando, algo estás haciendo mal. No es casual que hoy las empresas hablen de “ética laboral” como una actitud: llegar con buena cara, colaborar, estar siempre dispuesto. Ya no alcanza con cumplir: hay que demostrar pasión, compromiso, lealtad. Como si cada día fuera una audición para seguir perteneciendo.
Pero este ritmo tiene un precio. Y es alto. Uno de los testimonios más duros del documental es el de una mujer que se lamenta porque su padre pasó toda su vida trabajando y se perdió los mejores momentos familiares. Nunca estuvo en vacaciones, no jugó con sus hijos, nunca descansó. “Mi papá lo dio todo por el trabajo… y nosotros no lo vimos.” En Corea del Sur, esto es casi una norma. Pero no es un fenómeno exclusivo de Asia. En todo el mundo, el exceso de trabajo está afectando relaciones, salud mental, calidad de vida. Y lo más paradójico es que, a pesar de trabajar tanto, la mayoría de las personas no encuentran sentido en lo que hacen.
Según el documental, el 85% de los empleados del mundo están desconectados emocionalmente de sus trabajos. No saben exactamente qué se espera de ellos, sienten que su trabajo no importa, que su opinión no cuenta. No es solo agotamiento físico. Es vacío. Es esa sensación de estar atrapado en un ciclo sin propósito. Incluso en países donde los empleos están garantizados y bien remunerados, como en algunos sectores públicos de Kuwait, muchas personas caen en la depresión. Tener dinero sin tener algo que hacer tampoco es una solución. La falta de propósito, dicen, puede ser incluso más destructiva que la explotación.
Y mientras tanto, el tiempo sigue pasando. El documental introduce la figura de Kronos, el dios griego del tiempo que todo lo devora. Porque si hay algo que el trabajo excesivo nos roba, es el tiempo. Tiempo con nuestros hijos, nuestras parejas, nuestros amigos. Tiempo para aburrirnos, para pensar, para jugar, para no hacer nada. En medio de esta carrera frenética por producir más, estamos perdiendo lo más valioso que tenemos: la vida misma.
Aquí es donde entra en juego la tecnología. Y, como en casi todo, tiene dos caras. Por un lado, se usa para controlar: cámaras en camionetas de reparto, algoritmos que miden cada pausa, software que rastrea clics y movimientos del mouse. Es una vigilancia constante que parte de la desconfianza. Pero por otro lado, la tecnología también tiene el potencial de liberarnos. La automatización podría hacernos prescindir de trabajos monótonos, peligrosos o absurdos. Pero eso exige repensar el sentido del trabajo. ¿Qué haremos con nuestro tiempo cuando las máquinas hagan lo que antes hacíamos nosotros? La verdadera amenaza del futuro quizás no sea la explotación, sino la irrelevancia.
Frente a todo esto, el documental también muestra otras formas de vivir. La jardinería aparece como un acto radical: cultivar, cuidar, esperar. Algo simple, tangible, gratificante. No se trata de que todos tengamos que plantar tomates, sino de abrir la posibilidad de una vida donde haya más espacio para el ocio, la contemplación, el arte, la lectura. En Italia, algunos jóvenes eligen no estudiar ni trabajar. Viven con lo justo, se apoyan en sus familias, y valoran el tiempo libre. Algunos los critican, los llaman vagos. Pero ¿y si ellos están simplemente rechazando una lógica que ya no tiene sentido?
La pregunta que queda flotando es incómoda pero necesaria: ¿qué haríamos si no tuviéramos que trabajar? ¿A qué dedicaríamos nuestros días si el dinero no fuera un problema? ¿Cómo viviríamos si dejáramos de definir nuestro valor por nuestra productividad?
Tal vez no tengamos todas las respuestas. Pero vale la pena empezar a hacerse las preguntas.