Tuesday, May 13

El Eternauta, hoy: cuando lo viejo todavía funciona

Por: Mariano Quiroga

En las calles vacías de una ciudad tapada por la nieve, un hombre enciende un Torino. Lo viejo todavía funciona. No tiene computadora de a bordo, no depende de ninguna red. No necesita Wi-Fi ni actualizaciones. Funciona porque fue hecho para durar. Y en este mundo que cambia a cada rato, donde todo parece descartable y rápido, eso se vuelve un acto de resistencia.

El Eternauta vuelve ahora en forma de serie, pero no es una serie más. Es una historia que, como el Torino, sigue andando aunque pasen los años. No importa el formato: papel, pantalla, pared. La historia encuentra la forma de hablarle al presente.

Porque lo que cuenta El Eternauta no es solo ciencia ficción. Es una metáfora. La nieve que cae y mata no es solo parte del guion: también es una imagen de lo que vivimos. Una nevada de cosas que parecen buenas pero nos dejan paralizados. Una tormenta de discursos vacíos, de promesas que se rompen apenas se pronuncian, de sistemas que se presentan como salvación y solo traen más desamparo.

Y en ese contexto, lo viejo vuelve a tener sentido. No porque todo lo nuevo sea malo, sino porque en lo viejo hay cosas que no deberían haberse perdido: el oficio, la solidaridad, el sentido del otro. Los autos antiguos que siguen andando son símbolo de eso: funcionan sin depender de un centro de control, como también lo hacen las comunidades que se organizan solas, sin esperar permiso ni autorización.

La serie muestra a una comunidad que se une para sobrevivir. No lo hacen porque les convenga, lo hacen porque no pueden hacer otra cosa: si no se cuidan entre ellos, se mueren. Es así de simple. Favalli, el profesor, lo dice claro: “Lo viejo funciona”. Pero Ana y Elena —las mujeres que impiden que los protagonistas se vuelvan fríos— muestran otro costado de esa frase. También funciona la empatía. También funciona la ternura, incluso cuando todo parece desmoronarse.

Una iglesia se abre para recibir a los que no tienen adónde ir. No importa si son madres solteras, chicos abandonados o personas sin techo. La puerta está abierta. Es un gesto pequeño, pero enorme en un mundo donde se cierran ventanas y se levantan muros cada vez más altos. En medio de una crisis, abrir una puerta es revolucionario.


Y eso también es El Eternauta: una historia sobre cómo, cuando todo parece estar perdido, lo humano resiste. Aunque no tenga armas, aunque no tenga recursos. Lo que queda, cuando se cae todo, son los vínculos. Las decisiones que tomamos cuando nadie nos ve. La forma en que elegimos estar para otros, incluso si eso significa ponernos en riesgo.


No es casual que la historia original fuera escrita por Oesterheld, un tipo que no solo escribió sobre resistencia, sino que decidió vivirla. No le alcanzó con contar la historia de Juan Salvo: él también quiso formar parte de esa lucha. Y por eso lo desaparecieron. Como a tantos otros. Pero su historia no muere. Porque cuando alguien la vuelve a contar, cuando alguien la mira, la lee o la escucha, sigue viva.

La serie no solo homenajea al Eternauta: lo continúa. Por eso, cuando vemos que los afiches de la serie aparecen intervenidos en la calle con los rostros del “Viejo” y de sus hijas desaparecidas, entendemos que algo pasa. No es una campaña de marketing. Es la realidad tomando lo que la ficción propuso y usándolo para exigir justicia. Es la gente diciendo: esta historia también es nuestra.


Vivimos en un tiempo en el que todo parece estar conectado, pero cada uno está más solo. Donde todo se puede comprar y vender, pero el afecto no tiene precio. Donde los vínculos están filtrados por plataformas, y donde los algoritmos deciden qué vale la pena ver o ignorar.
En ese mundo, El Eternauta no solo se anima a hablar del pasado: también se mete con el presente. Nos pregunta si todavía somos capaces de organizarnos sin depender de un sistema central. Si todavía somos capaces de confiar en el otro. Si somos capaces de cuidar sin esperar nada a cambio. Si somos capaces de resistir cuando parece que ya no vale la pena.

Y también nos recuerda algo fundamental: que hay decisiones que nos definen. Cuando Salvo quiere ir a buscar a Clara, su ahijada, y Favalli se niega a prestarle el vehículo porque “no es conveniente”, vemos cómo la lógica de la conveniencia empieza a comerse la del cuidado. Pero Salvo insiste. Porque a veces hay que hacer lo que parece inútil, lo que no cierra por ningún lado, pero que nos recuerda quiénes somos.


Como dice Ana: “La gente buena tiene que seguir existiendo”. No se trata solo de ayudar por ayudar. Se trata de no permitir que el miedo nos convierta en algo que no queremos ser. De no dejar que las circunstancias nos roben la capacidad de ser humanos.
La nevada, como el gobierno que cae como bendición y termina siendo castigo, llega cuando todo está caliente: cuando la gente tiene esperanza, cuando hay ganas de cambiar las cosas. Pero es una nevada mentirosa. Lo congela todo. Y después, cuando ya es tarde, la gente se da cuenta de que se quedó seca.

Pero siempre hay un momento para reaccionar. Para mirar alrededor. Para ver que no estamos solos. Que hay otros queriendo hacer lo mismo: resistir. No con armas. Con gestos. Con ideas. Con memoria.

Hoy, esa historia sigue escribiéndose. No termina con la última escena de la serie. Sigue en las calles, en los debates, en los actos de solidaridad que no salen en ningún medio. Porque hay algo que aprendimos de esta historia: el enemigo no siempre tiene cara. A veces es una estructura. A veces es una lógica que nos dice que tenemos que pensar solo en nosotros. Que lo importante es ser eficientes, ganar, optimizar.


Pero el Eternauta nos dice otra cosa: que hay momentos en los que hay que frenar. Pensar. Ayudar. Elegir. Y, sobre todo, construir. Aunque sea desde abajo. Aunque sea con poco. Aunque no salga en ninguna pantalla.

Porque cuando lo esencial está en juego, lo viejo —eso que parecía gastado, inútil, fuera de tiempo— vuelve a brillar.
Y eso, más que un homenaje, es una advertencia.


Y también, una esperanza.

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