
El Papa Francisco falleció el Lunes de Pascua de 2025. Tenía 88 años y una historia que, aunque marcada por la sotana, se tejió con las fibras más crudas del mundo moderno. No fue un Papa silencioso ni encerrado en el Vaticano. Fue un líder que incomodó, que habló cuando no se esperaba, que llevó la voz de los olvidados al corazón de los poderosos. Y entre los muchos temas que abrazó con audacia —la migración, la pobreza, el cambio climático— hubo uno que pocos imaginaban en labios de un pontífice: la tecnología.
Francisco no le temía al futuro, pero exigía que tuviera rostro humano.
Un Papa frente al algoritmo
En sus últimos años, el Papa dedicó gran parte de su energía a advertir sobre los riesgos de un mundo gobernado por lo que él llamaba el “paradigma tecnocrático”. Para él, la tecnología no era neutral. No era simplemente una herramienta. Era una forma de mirar el mundo. Y si esa mirada perdía de vista la dignidad humana, entonces ya no era progreso, sino peligro.
En sus discursos —ya sea ante el Foro Económico Mundial o en la Cumbre de IA de París— insistía en algo que hoy resuena con más fuerza: la tecnología debe estar al servicio del ser humano, no al revés. Habló de inteligencia artificial, pero se resistía a llamarla así sin matices. “No es verdaderamente inteligencia ni es autónoma”, decía. “Es fruto de nuestra inteligencia, y como tal, debe tener límites éticos claros”.
Cuestionó abiertamente el uso de la IA para fines militares, el riesgo de reemplazar trabajos sin preparar nuevas oportunidades, y el impacto en nuestra vida cotidiana. Advirtió sobre un futuro donde las pantallas sustituyan los abrazos, donde el algoritmo decida a quién ver, a quién amar, a quién ignorar. “No podemos permitir que la técnica reemplace la ternura”, dijo en una de sus últimas oraciones mensuales.
La fe como herramienta crítica
Francisco no fue un tecnófobo. Tampoco un moralista digital. Fue un crítico lúcido. Su preocupación no era que existieran redes sociales o sistemas de IA. Su preocupación era que esos sistemas operaran sin brújula moral. Que se convirtieran en nuevos dioses invisibles, omnipresentes, que dictaran nuestras vidas sin hacernos mejores personas.
La publicación del documento vaticano Antiqua et Nova, poco antes de su muerte, sintetizó este enfoque. Ahí se hablaba de los desafíos éticos de la IA en la guerra, la economía, la educación, las relaciones humanas. Era, en esencia, un llamado a recuperar el control humano sobre el desarrollo tecnológico, y a recordar que ningún avance vale si deja a millones en la cuneta.
Lo notable es que este discurso no era solo para católicos. Francisco hablaba a todos. Su lenguaje, simple pero profundo, tocaba algo universal. El miedo a ser reemplazados, la ansiedad digital, la necesidad de sentido en medio del ruido tecnológico. Su voz era espiritual, sí, pero también profundamente política.
Justicia social en clave digital
No se puede entender su relación con la tecnología sin entender su obsesión por los márgenes. Desde el principio, el Papa Francisco puso a los pobres en el centro. Y en el siglo XXI, eso implicaba también pensar en quién se queda atrás en la revolución digital.
Fue claro: si la tecnología aumenta la desigualdad, entonces no es verdadera innovación. Si un modelo de inteligencia artificial reproduce sesgos racistas o clasistas, entonces es parte del problema, no de la solución. Si una plataforma social genera aislamiento en lugar de comunidad, entonces hay que repensarla.
Este enfoque se extendió a temas como la migración, el medioambiente y la paz. En su primera visita como Papa, fue a Lampedusa, donde los migrantes llegaban —o morían— buscando esperanza. En su encíclica Laudato Si’, unió el clamor de la tierra con el de los pobres. En su última declaración por la paz, pidió perdón, compasión y desarme. No como gestos simbólicos, sino como condiciones para la supervivencia del alma humana.
Un legado vivo
Con su muerte, no solo termina un pontificado. Termina una forma de mirar el mundo desde Roma que no temía alzar la voz en medio de las grandes crisis contemporáneas. Lo despiden jefes de Estado, líderes sociales, migrantes, campesinos, jóvenes activistas, tecnólogos inquietos. Porque su mensaje trascendía credos. Era una invitación a vivir con conciencia.
El cónclave que ahora se avecina —marcado por la impronta de los cardenales que él mismo eligió— decidirá si la Iglesia sigue su rumbo o gira hacia posiciones más tradicionales. Pero la huella está ahí: una Iglesia que habla del algoritmo, de la inteligencia artificial, del cambio climático, no como curiosidades, sino como asuntos morales urgentes.
En una época marcada por lo virtual, lo veloz y lo desechable, Francisco eligió detenerse, mirar y preguntar: ¿a quién sirve esto? ¿a quién deja afuera? ¿quién se está beneficiando? ¿quién está pagando el precio?
Ese es su verdadero legado. Recordarnos que el futuro no se escribe solo con código, sino también con compasión. Que la inteligencia más valiosa no es artificial, sino aquella que sabe ver al otro como un hermano.