
Por: Mariano Quiroga
La noche en Mendoza tiene esa electricidad en el aire que no viene de ningún transformador. Es la tensión acumulada, el murmullo de las bocas apretadas, el eco de cada charla de bar, de cada sobremesa con la radio de fondo. El estadio ruge antes de que el primer acorde siquiera se afine. La Renga salía a escena y en ese instante, todo el peso del mundo parece aflojarse. No por evasión, sino porque el fuego compartido pesa menos. “Canten, putxs”, dice Chizzo, y la multitud grita con un alivio que no es alegría, sino resistencia.
No hay ingenuidad en el aire. En Argentina, la memoria se pelea todos los días. No es un ejercicio del pasado: es un presente en llamas. Mientras los titulares dicen que hay que mirar para adelante, que el que protesta es un vago, que la Historia es un ancla, la realidad se filtra en cada esquina. Porque si de algo se trata la hipermodernidad, es de vivir con el tiempo desbordado. De correr sin llegar. De aceptar que la información, la rabia y la angustia te atropellan como un tren sin frenos. En un país donde el olvido es una política de Estado y el ajuste es doctrina, el rock no es entretenimiento: es un acto político.
Sobre el escenario, una bandera deja las cosas en claro: “Argentina nunca será fascista”. La frase es un muro contra el discurso de los que quieren hacer parecer el pasado como un error a corregir, como una molestia que frena el progreso. Mientras el gobierno cierra organismos, recorta donde más duele y niega lo innegable, la memoria sigue ahí, tercamente viva, en las canciones, en los cuerpos, en el grito que no pide permiso. Porque el capitalismo de plataformas no sólo nos quiere consumidores: nos quiere callados. Nos quiere opinando en algoritmos, dejando que el descontento se agote en hilos de X, en comentarios de Instagram. Pero en la calle, en la música en vivo, en la transpiración de un pogo, no hay botón de cerrar sesión.
Cuando la banda empieza con “A tu lado”, la gente canta como si cada palabra fuera un ladrillo contra la demolición de derechos. Porque lo es. Porque el presente se hace insoportable cuando hay que explicar lo básico: que no se negocian las vidas, que la diversidad no es un capricho, que los nietos robados no son un tema opinable. La CONADI cierra, los organismos de derechos humanos se quedan sin presupuesto, pero las Abuelas siguen buscando. Y la búsqueda no es un símbolo: es una acción concreta, es una necesidad feroz de justicia. Es la diferencia entre la verdad y el simulacro.
Mientras los discursos de odio se reproducen como un virus, mientras el tecnofeudalismo concentra el poder en unos pocas manos que ni siquiera necesitan territorio porque el control ahora es digital, la música se vuelve un refugio, una trinchera. Y no es casual que los ataques vengan por ahí. No es casual que haya que explicar por qué los músicos hablan de política, por qué el arte no es neutral. Quieren despojarlo de su carga, reducirlo a un producto de consumo, igual que todo lo demás. Nos quieren dóciles, atrapados en pantallas, adiestrados para consumir, opinando con hashtags mientras las calles quedan vacías. Nos quieren agotados, exprimiéndonos la rabia en reels, gritando en cápsulas de segundos mientras la historia se reescribe en despachos donde no entra la luz.
Pero la diferencia es que la música queda. No la matan ni la censura, ni el cierre de cuentas, ni la manipulación del discurso. Porque cuando un pueblo canta, cuando un pueblo grita, no hay algoritmo que lo borre.
La noche sigue. El pogo es un rezo laico, un pacto entre desconocidos. En la primera fila, una bandera del nieto 139 se alza entre el mar de cabezas. Detrás de cada historia recuperada hay un país que se niega a ser arrasado por la amnesia planificada. Y eso duele, incomoda, molesta a los que prefieren una Argentina domesticada, anestesiada, lista para el sacrificio. Pero acá nadie se rinde. Acá nadie se calla. Porque cuando el pueblo despierta, cuando el grito encuentra su eco, no hay vuelta atrás.