
Las redes sociales transformaron la política: más que comunicación, dictan la agenda y moldean el voto. La hipermodernidad convierte las elecciones en performances mediáticas, donde la polarización y la emoción pesan más que el debate racional.
Del debate al trending topic
La evolución política y cultural nos llevó a transitar un camino marcado por cambios profundos en los paradigmas sociales. En un mundo cada vez más hiperconectado, donde lo digital no solo es parte de la realidad sino que la define, es imprescindible analizar cómo estos cambios influyen en la construcción de las narrativas políticas y cómo estas impactan en las decisiones colectivas, como el voto.
En la era de la hipermodernidad, las redes sociales no son simples herramientas de comunicación; son el nuevo escenario donde se escribe la historia. Lo que pasa en plataformas como Twitter, Instagram o TikTok no es opcional, sino que se convierte en la agenda. Si no estás en redes, las noticias que consumís por otros medios igualmente provienen de ese “gran telón de fondo”. Los periodistas ya no llaman a sus fuentes: buscan tuits. Los debates políticos no se deciden en las calles, sino en la arena del algoritmo, donde la polarización y la indignación son las principales monedas de cambio.
La tecnología, lejos de ser un accesorio externo, se ha convertido en un loop constante que nos envuelve y moldea sin que lo percibamos. Las redes construyen relatos, y todos, consciente o inconscientemente, bebemos de esos relatos. Vivís en un pueblo sin internet? No importa: el timeline termina dictando los titulares que llegan a tu radio local. Antes, los movimientos sociales y los cambios culturales emergían desde las calles; ahora, son los algoritmos los que definen las prioridades colectivas.
Pero el impacto de la tecnología no es neutral. Por un lado, ha democratizado la voz, permitiendo que personas y colectivos antes silenciados tengan un espacio para expresarse. Por otro, ha amplificado el ruido, deformando el debate público. Las redes no controlan directamente el discurso, pero lo moldean: convierten ideas complejas en slogans y reducen el pensamiento crítico a reacciones instantáneas. Esto genera un loop de superficialidad donde el contexto y la reflexión desaparecen, dejando espacio solo para la polarización.
En este contexto, el voto deja de ser una decisión meramente racional. Pensar que alguien elige solo por el bolsillo es reducir al votante a un ser unidimensional. El voto es un entramado que combina memoria, moral, identidad, emociones y, por supuesto, también economía. Por eso, tratar de explicar fenómenos como las elecciones de 2015 o 2023 solo desde una óptica económica es un error. Las elecciones no se deciden exclusivamente en los números, sino en el relato que esos números construyen.
Desde la perspectiva hipermoderna, las elecciones ya no son solo un acto democrático, sino una performance mediática. Los líderes políticos no solo deben presentar propuestas: deben construir narrativas que resuenen en un entorno saturado de información y emociones. En este sentido, la irrupción de figuras como Javier Milei no es casualidad. Las redes sociales han creado un ecosistema donde la provocación y la autenticidad (o su simulacro) tienen más peso que el discurso tradicional. La corrección política, que buscaba establecer un estándar de convivencia en la esfera pública, ha sido reemplazada por una nueva dinámica donde la transgresión se convierte en estrategia.
Esto no significa que las redes hayan inventado a los Milei, sino que han proporcionado el terreno ideal para su crecimiento. En un mundo donde las reglas del debate democrático han sido reemplazadas por las lógicas del algoritmo, figuras disruptivas como él no necesitan convencer a la mayoría; les basta con polarizar lo suficiente para movilizar a una minoría comprometida. En este ecosistema, la indignación no solo no ofende: valida.
El fenómeno Milei también pone de manifiesto cómo las redes han borrado los anticuerpos que protegían a las democracias. La lógica de la atención prioriza lo viral por sobre lo veraz, lo emocional por sobre lo racional. En este nuevo orden, las palabras no comunican; polarizan. Lo que para algunos puede ser repulsivo, para otros se convierte en una marca de autenticidad. Este cambio en la percepción del discurso público refleja cómo la hipermodernidad ha desdibujado las fronteras entre lo real y lo virtual, entre lo político y lo performático.
La idea del voto electrónico, vendida como un salto hacia la modernidad, es un ejemplo más de cómo la tecnología puede ser utilizada como una cortina de humo para desviar la atención de los problemas reales. Las urnas que no imprimen y los sistemas que no funcionan no son solo fallas técnicas: son símbolos de una desconexión más profunda entre las elites políticas y las necesidades de la ciudadanía. En este contexto, los grandes jugadores del tablero no solo compiten por ganar elecciones, sino por instalar narrativas que definan el futuro cultural de las naciones.
Mauricio Macri, por ejemplo, entiende que la lucha política no es solo electoral, sino cultural. No se trata de ganar una elección, sino de ser el arquitecto de una hegemonía que pueda perdurar. Milei, en este sentido, puede ser visto tanto como su alfil como su rival. Lo que está claro es que ambos representan estrategias diferentes dentro del mismo tablero, donde el objetivo final es moldear la narrativa colectiva.
El fenómeno de la hipermodernidad también desafía las estrategias tradicionales de la comunicación política. La idea de que artistas, influencers o deportistas puedan influir en el electorado no siempre resulta efectiva en un contexto donde estas figuras son vistas como parte del sistema que muchos rechazan. Las redes no generan adhesión, sino radicalización. Intentar revivir estrategias del pasado en este nuevo ecosistema es como intentar navegar un mar digital con mapas analógicos: no conecta con las lógicas del presente.
Entonces, ¿qué se puede hacer? Para empezar, es fundamental comprender que la política de la hipermodernidad requiere un lenguaje nuevo, uno que trascienda el loop de la polarización y ofrezca una visión inspiradora. Esto no significa abandonar los debates profundos, sino encontrar formas de comunicar esas ideas en un formato que resuene con las lógicas de atención actuales.
Finalmente, es importante reconocer que estamos en un momento de transición. Las reglas de la democracia tal como las conocemos están siendo reescritas. Lo que está en juego no es solo quién gana las próximas elecciones, sino qué tipo de sociedad queremos construir en este nuevo entorno hiperconectado. En la hipermodernidad, donde todo está interconectado, no basta con entender qué votó el pueblo argentino; necesitamos entender cómo esas decisiones se inscriben en un sistema más amplio de narrativas, tecnología y emociones que define nuestra época.