Friday, January 24

Alien Duce, como es que gano el gran matón de la internet (Capitulo 3)

El caos se ha normalizado. En un país dividido, las emociones superan a las ideas y la política se convierte en un juego de destruir, no de construir. El hartazgo lleva a la gente a rechazar el sistema, pero ¿puede sobrevivir la democracia?

Por: Mariano Quiroga

La política del caos

Las encuestas, en muchos casos, fueron espejismos que alimentaron ilusiones frágiles. La verdad se encontraba en las calles: inflación desbordada, ingresos corroídos y una clase media arrastrada a la periferia del sistema. En esta fractura creció algo oscuro, un catalizador de frustraciones que no pidió permiso para irrumpir. La crisis no es solo económica; es un agotamiento moral, un quiebre en los pactos invisibles que sostuvieron 40 años de democracia imperfecta, pero nuestra. Lo inquietante no es la llegada de Milei, sino cómo la narrativa del caos se convirtió en algo aspiracional para muchos.

En este nuevo escenario, la grieta no solo es un duelo económico, sino un choque entre modos de existir. Los valores de tolerancia y pluralismo, logros lentos y frágiles de la democracia, ahora parecen lujos prescindibles frente al vértigo del “romper todo”. Lo que antes era impensable ahora se ha normalizado: el discurso de odio se ha instalado, pero no solo eso, la idea de que el odio puede ser una salida legítima ha calado hondo. Es una política de demolición que resuena en un país al borde de su paciencia, donde la rabia se convirtió en una moneda más que circula en las redes sociales y en las conversaciones de café.

En ese espacio de incertidumbre, la crisis política no se limita al ámbito económico. Argentina, con su hartazgo y su vulnerabilidad expuesta, absorbió una dinámica global, convirtiendo la polarización en combustible para incendiar cualquier narrativa. Esto no es un fenómeno exclusivo de la política local; es parte de un proceso que comenzó décadas atrás, cuando la política empezó a tomar una forma de representación más centralizada, pero también más segmentada y polarizada. En esos años, la Argentina, al igual que muchas otras naciones de América Latina, transitaba de una era de promesas grandiosas de bienestar a un mundo de tensiones constantes.

La política dejó de ser un espacio de debate de ideas para transformarse en una guerra de emociones. Los algoritmos, lejos de ser neutrales, comenzaron a dominar las dinámicas electorales. En este escenario, los Dominic Cummings de la era digital entendieron que ya no se trataba de convencer a la gente con argumentos sólidos, sino de conectar emocionalmente a través de las pantallas. La forma en que la política se mueve hoy, en un mundo saturado de redes sociales y smartphones, refleja este cambio profundo. Las derechas, antes marginales, crecieron silenciosas, voraces, mientras aquí seguimos atrapados en teorías políticas anticuadas y nombres propios que ya no significan nada a los ojos de la mayoría.

Hoy las redes sociales no son solo herramientas, sino verdaderas armas de manipulación. La corriente ideológica de la “Derecha Alternativa” se diseminan como virus, multiplicándose en memes y videos cortos que no buscan generar debate, sino obtener reacciones viscerales. Este es el nuevo campo de batalla: en lugar de movilizar a las masas en las plazas, como ocurrió en el pasado, ahora se buscan clics y “likes”. En este nuevo contexto, las emociones han pasado a ser más valiosas que las ideas; el marketing político, adaptado al ritmo frenético de la era digital, ha logrado dominar la narrativa.

Es curioso cómo el cambio político ya no se da con estruendo, sino con la sutileza de los detalles. En medio de todo esto, un nuevo tipo de discurso ha emergido: el cambio radical que se presenta como la solución al cansancio de las promesas rotas, la inseguridad creciente y la incertidumbre del futuro. Los líderes políticos, al igual que figuras mediáticas, se muestran como el remedio a una sociedad fragmentada, donde el miedo y la desconfianza gobiernan las decisiones de los ciudadanos. Es como si, frente al vacío de sentido que persiste, los relatos breves y sensacionales fueran el único salvavidas.

El cambio, en este contexto, no es un proceso orgánico, sino una explosión instantánea. En vez de ser resultado de un trabajo de consenso y reflexión, el cambio es fragmentado, caótico, casi anárquico. La política ya no se debate en las cámaras del Congreso ni en las mesas de diálogo, sino en las pantallas de nuestros dispositivos, donde las emociones se comercian con mayor valor que las ideas. Y en ese espacio, donde todo se vuelve líquido, el discurso político se diluye, se distorsiona y se convierte en algo irreconocible.

Una joven, bien vestida, en un acto cargado de símbolos de diversidad, lleva una bandera que representa a un colectivo, pero a la vez, es el mismo colectivo que aplaude la ruptura del sistema en que esas mismas identidades se han constituido. La paradoja es clara: el mismo grupo que históricamente luchó por la inclusión y los derechos humanos, ahora se enfrenta a un sistema que parece querer borrar todo lo que representaron esas luchas. Como sociedad, hemos caído en un círculo vicioso: nos hemos acostumbrado a la brutalidad de los discursos, a la idea de que la política se resume a un choque entre la “gente común” y la “élite”, sin cuestionar las raíces más profundas del sistema.

La crisis política argentina no está en las instituciones, sino en las calles, en los corazones de quienes ya no creen en nada. En un país donde la polarización es cada vez más profunda, los partidos políticos se desdibujan, y las identidades colectivas ya no parecen suficiente respuesta ante la crisis existencial. La política, que alguna vez fue el espacio del consenso, se ha transformado en una batalla sin cuartel por el control de las emociones. En este nuevo escenario, donde el marketing político y las emociones se entrelazan, la verdad se ha convertido en una mercancía cada vez más escasa.

El país ya no discute ideologías, sino que actúa en función de un profundo hartazgo. Las decisiones, tomadas a la carrera, reflejan el desconcierto de un pueblo que ha dejado de creer en los viejos relatos. En este contexto, los discursos de odio, antes marginales, ahora encuentran eco en todos los rincones de la sociedad. La normalización de la agresividad no es solo una cuestión de discurso, sino de una sociedad que ha perdido la capacidad de reconstruir los pactos que alguna vez sostuvieron la democracia. La política, en esta nueva era, se ha convertido en una cuestión de supervivencia. La gente ya no debate, solo responde. Y la respuesta es visceral, casi instintiva.

El ausentismo electoral refleja, en muchos casos, la desconexión profunda entre los ciudadanos y sus representantes. Trece millones de personas no fueron a votar en las últimas elecciones, un vacío que habla de un hartazgo generalizado. Mientras tanto, aquellos que votaron lo hicieron con la furia de quienes buscan derribar un edificio, no con la esperanza de construir uno mejor, sino con el deseo de destruir lo que ya no pueden soportar. La democracia, esa maquinaria imperfecta, ahora tambalea sobre una cuerda floja, sin los diques de contención que existen en otras partes del mundo.

Y sin embargo, el caos es el nuevo normal. El discurso incendiario ya no choca, sino que es aceptado. Nos hemos acostumbrado a la lluvia torrencial de agresiones, de promesas vacías, de palabras que queman más que curan. Y en ese torrente de ruido y confusión, la pregunta es urgente: ¿puede una sociedad sobrevivir cuando empieza a romantizar su propio colapso? Esta es la gran incógnita que atraviesa a Argentina, pero también a muchas otras sociedades hipermodernas que enfrentan la fragmentación, la desafección y la creciente incapacidad de reconstruir los consensos del pasado.

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