Monday, October 7

El recalentamiento de la IA

Mientras el público se deslumbra y atemoriza por el poder de la Inteligencia Artificial Generativa, su impacto ambiental suele pasar desapercibido. Cómo funciona una tecnología tan ávida de datos como de energía.

Por: Esteban Magnani

Entre los científicos especializados crece el temor de que la Inteligencia Artificial Generativa (IAG) contribuya sustancialmente a la crisis planetaria. La amenaza más concreta no es el surgimiento de un eventual Terminator, como algunos advertían, sino del colapso ambiental: contrariamente a la idea de que el procesamiento informático en general ocurre en una «nube» sin mayor materialidad, lo cierto es que el gasto energético y el consiguiente impacto en el medioambiente que supone viene aumentando debido a los titánicos entrenamientos de las nuevas IAG. Las promesas de utilizar fuentes de energía renovables no se cumplen, entre otras cosas, porque las empresas líderes del sector compiten con proyectos cada vez más ambiciosos y saben que cualquier retraso puede dejarlos con las manos vacías.

De esta manera, la demanda de las nuevas IAG supera cualquier intento de instalar generadoras de energías renovables y fuerza a retrasar el cierre planificado de plantas de combustibles fósiles muy contaminantes. En la región de Salt Lake City, por ejemplo, ya postergaron el cierre previsto de dos plantas termoeléctricas a carbón para los años 2036 y 2042. En el estado de Georgia aprobaron el aumento de la generación con combustibles fósiles e incrementaron la importación desde Mississippi, donde también utilizan esa tecnología que debería estar en pleno retroceso.

Microsoft anunció la construcción de un enorme data center de 3.300 millones de dólares en Milwakee. Esta empresa, aliada de OpenAI, la creadora de ChatGPT, está apostando muy fuerte a liderar el sector con inversiones gigantescas. Por eso el Gobierno de la ciudad receptora postergó el cierre previsto de una planta de carbón y la ampliación de otras de gas.

Es cierto: las granjas de servidores ya existían hace tiempo, pero la IAG implica mucho más procesamiento. Según la Agencia Internacional de la Energía una búsqueda en Google apoyada sobre su sistema de IA Bard consume 10 veces más recursos que una tradicional. La misma agencia calcula que en 2026 los data centers consumirán más energía que un país como Japón. Por eso convocó a una Conferencia Global sobre Energía e IA en diciembre para pensar alternativas a un problema que crece sin parar.

Fuerza bruta
El desarrollo de Inteligencia Artificial, en especial la generativa, requiere tantos datos como sea posible para alimentar a miles de máquinas interconectadas que buscan patrones en ellos. Esta tarea requiere una enorme cantidad de procesadores funcionando a toda su capacidad. Una vez que establece correlaciones estadísticas está en condiciones de calcular qué palabra puede ir después de la anterior y así responder una pregunta o calcular las posibilidades de distribución de los píxeles de una imagen para generar otra similar. Es decir que las IAG se alimentan con productos de la inteligencia humana que es transformada en datos y procesada en busca de patrones para luego hacer una mímica estadísticamente aceptable de lo que podría hacer un humano.

Podría parecer que una vez entrenada la IA ya no requiera tanta energía. Esto no es cierto, sobre todo por dos razones: en primer lugar, porque cada vez que, por ejemplo, interactuamos con ChatGPT el sistema debe buscar patrones en las gigantescas bases de datos disponibles para calcular la mejor forma de responder. Por otro lado, las empresas prueban permanentemente nuevos algoritmos, buscan más datos o hacen retoques para ganar la carrera contra los competidores.

Hace cinco años, una enormidad en tiempos de desarrollo tecnológico, un paper ya advertía que los costos financieros y ambientales necesarios para desarrollar este tipo de tecnología eran desmesurados y recomendaban desacelerar hasta que se encontraran herramientas más eficientes. En ese mismo paper se recordaba que la energía disponible no es infinita y, por lo tanto, el uso de este tipo de tecnologías terminaría produciendo un cuello de botella en otros sectores de la producción o, por ejemplo, la calefacción de los hogares.

Para peor, las IA no solo impactan sobre las emisiones de carbono por su mero funcionamiento, sino también por la acelerada obsolescencia de sus procesadores, que deben ser remplazados constantemente por otros más poderosos. Esto aumenta las emisiones de carbono tanto por su producción como por la gestión de la chatarra en constante crecimiento. Y falta mencionar la cantidad de agua que se utiliza para refrigerar los servidores.

Promesas
Por supuesto, las grandes empresas prometen proyectos de producción de energía verde. En Microsoft, por ejemplo, aseguran que en 2028 podrán producir energía gracias a la fusión atómica, algo que no se ha logrado hacer de manera segura hasta ahora y no está claro si es posible.

Sam Altman formó una empresa que promete tener lista su primera planta nuclear para 2027. Google promete cero emisiones de carbono para el 2030. Meta aseguraba en 2020 haber logrado ese objetivo, poco antes del crecimiento exponencial en la demanda generada por la IA. En general existe una desconfianza en que esas grandes declaraciones estén sustentadas; pero incluso si esto fuera cierto, las enormes ganancias de estas empresas se acumulan en bancos o bonos que se reinvierten en sistemas que no necesariamente comparten los objetivos de emisión cero como explica un informe de varias organizaciones.

Pese a las promesas, Sam Altman, el CEO de OpenAI, admitió en febrero de este año en el Foro Económico Mundial de Davos que la próxima ola de IAG consumiría mucha más energía de la esperada y que la generación disponible posiblemente no alcance a menos que se produzca un «avance sustantivo». Alguien podría sorprenderse de que uno de los CEO más importantes del mundo admita con tanta displicencia que van a seguir presionando sobre un recurso vital y escaso, cuyo uso afecta al planeta, para desarrollar su negocio.
Como era de esperar, estos empresarios aseguran que la IA servirá para hacer más eficientes las redes eléctricas, mejorar las tecnologías disponibles y medir mejor las emisiones, promesas que, como mínimo, parecen exageradas en esta etapa del desarrollo.

Un estudio de Goldman Sachs señala que los data centers del mundo consumen entre el 1% y 2% de la electricidad global y esperan que esta cifra se duplique hacia 2030. Una parte de la carrera entre las empresas se juega en el acceso a fuentes de energía y en esa urgencia seguramente los más débiles pagarán las consecuencias.

No es novedad que el desarrollo implique emisiones: cualquier actividad productiva conlleva un consumo de energía; pero en este momento de crisis resulta imprescindible evaluar a nivel social la relación costo-beneficio de estos proyectos. Claro que eso es algo que por ahora queda en manos de unos pocos, quienes socializan los efectos colaterales no deseados y privatizan la ganancia. No resulta novedoso: ya lo hacen quienes venden bebidas en botellas de plástico o pilas y no se hacen cargo de la gestión de los residuos que producen. En este caso los desarrollos benefician a un puñado de accionistas mientras que el calentamiento global tiene consecuencias, sobre todo, entre los más pobres del mundo, quienes no solo corren riesgo de quedar por fuera de los beneficios de la IA, sino que también pueden ser reemplazados por ella.

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